Freud y Charcot contra los zombies
Un cuento de MartĂn Cagliani
MartĂn Cagliani es un periodista cientĂfico y escritor argentino, prolĂfico autor y administrador de varios sitios web. Entre ellos figura ConspiraciĂłn Zombie, una inspirada colecciĂłn de relatos ambientados en diferentes lugares y tiempos, y protagonizados por diversos personajes histĂłricos que de alguna manera tuvieron relaciĂłn con los zombies y fueron acallados. Nos ha interesado en particular uno que protagonizan Sigmund Freud y Jean Martin Charcot, y que el Sr. Cagliani nos ha permitido amablemente reproducir. Que lo disfrutĂ©is.
Freud y Charcot contra los zombies
A continuación se presenta un escrito inédito de Sigmund Freud sobre una investigación llevada a cabo por Jean-Martin Charcot con zombies. La fecha que figura al final del documento, diciembre de 1888, seguramente fue cuando fue escrito, pero el evento no puede haber ocurrido antes de julio de ese año, ya que aquà se habla del brote zombie del 12 de julio de 1888 en Inglaterra, relatado por John Watson, y se menciona el anterior de Estados Unidos relatado por Galning Forsker:
En la estaciĂłn de ParĂs me esperaba un enviado de Charcot. ParecĂa de unos veintitantos años, aunque mostraba una pelada incipiente. Se presentĂł como doctor Julio Del Cueto, de España, otro extranjero bajo el ala del maestro Charcot.
Camino al castillo de Charcot intentĂ© obtener algo de informaciĂłn extra de mi guĂa, pero el maestro lo habĂa instruido para que no me diese informaciĂłn alguna. Él mismo querĂa presentarme el caso tan extraño de histeria que me habĂa relatado en la carta.
Durante los meses que pasé estudiando con él en la Salpêtrière, hace dos años, no me pareció que Charcot fuera uno de esos a quienes asombra más lo raro que lo ordinario, y toda su orientación espiritual me llevó en aquel momento a conjeturar que él no descansa hasta haber descrito de manera correcta, y clasificado, cada fenómeno de que se ocupa.
El caso por el que me habĂa convocado, era extraño, como Ă©l mismo lo describiĂł, y sin duda serĂa importante, al grado de que me habĂa enviado hasta el dinero para viajar de Viena a ParĂs.
El carruaje nos dejĂł justo en la entrada de la magnĂfica mansiĂłn de Charcot. Verla me trajo buenos recuerdos de aquellos tiempos de estudiante, cuando pude visitarla en una velada de sociedad. ÂżQuĂ© serĂa lo que me tenĂa preparado Charcot, que lo hacĂa citarme en su casa y no en el hospital?
Del Cueto me llevĂł por los corredores vacĂos hasta el estudio de Charcot, pero Ă©l no estaba. Lo recorrĂ con la mirada, lo recordaba más amplio, o serĂa que ahora mi casa era un poco más grande que ese estudio. Mientras admiraba una extensa colecciĂłn de libros de enorme tamaño, entrĂł el maestro Charcot.
Estaba igual que como lo guardaba en mi memoria, sĂłlo que ahora tenĂa unos 60 años. Era un hombre alto. Medio encorvado, pero vivaz, alegre. SeguĂa con ese vigor fĂsico y lozanĂa de espĂritu que lo caracterizaban. Tampoco lo habĂa abandonado la larga melena sujeta detrás de las orejas, ahora totalmente cana. Iba perfectamente rasurado.
—Freud, amigo fiel. Le agradezco mucho que haya acudido a mi llamado con tanta premura —me dijo con esos labios carnosos y esas facciones tan expresivas. Nos estrechamos las manos con fuerza.
—Admito, Charcot, que lo que más me apresuró fue la curiosidad, que me carcome desde que leà su carta hace dos semanas. ¿Cuénteme qué tiene de extraordinario este caso del que me habló? —respondà en un francés oxidado.
—Más que contar, se lo voy a mostrar Freud. SĂgame —dijo Charcot, pero se detuvo y dio media vuelta—. QuĂ© modales los mĂos, imagino que ya se habrán presentado —SeñalĂł a mi guĂa—. Del Cueto es un neurĂłlogo excelente para su edad, hace algunos meses que está trabajando conmigo en este proyecto secreto. Lo conocĂ gracias a un intercambio de cartas de lo más extraño que ya le irĂ© contando junto con los pormenores del caso.
Incliné mi cabeza hacia Del Cueto en signo de apreciación, y él me devolvió el gesto. Charcot se encaminó nuevamente, y nosotros lo seguimos. Me hizo acordar los tiempos en que paseaba tras él en el Hôpital de la Salpêtrière.
—Freud, la máxima satisfacciĂłn que un hombre puede tener es ver algo nuevo, o sea, discernirlo como nuevo. Lo que tenemos aquĂ es algo extrañĂsimo que podrĂa traer consecuencias increĂblemente benĂ©ficas para el ser humano, como tambiĂ©n terriblemente nefastas.
Descendimos unas escaleras y entramos en un amplio sĂłtano, poco iluminado, y totalmente inmerso en un olor pĂştrido que bien podrĂa ser de varias ratas muertas.
—Ya ve usted —me dijo apuntando hacia delante con la mano.
Frente a nosotros habĂa tres mujeres. Dos de edad avanzada en muy mal estado, y una tercera no tan mal, de unos veinte años. ParecĂan adormiladas, los ojos cerrados. Estaban inmovilizadas en brazos y piernas por anillas de cobre contra un fondo de madera. A cada lado de sus cabezas habĂa un gran imán. Los rostros casi no se podĂan ver, ya que tenĂan la boca cubierta por una ancha faja de cuero.
—Acérquese, Freud —me dijo el maestro.
Las mujeres estarĂan a unos seis pasos de nosotros, hice tres y los retrocedĂ enseguida del susto. Las tres mujeres despertaron de su letargo y se movilizaron como si estuviesen poseĂdas, en un estado de histeria increĂble.
—¿Qué caso de histeria es este, Charcot?
—Antes de contarle lo que pude descubrir hasta ahora, me gustarĂa escuchar su opiniĂłn sobre lo poco que vio.
Volvà a pasear la vista por las mujeres, que ahora me miraban con ojos vidriosos como quien ha pasado mucho hambre y observa una suculenta comida a través de una vidriera.
—Veo que son muy agresivas, y que las está tratando con metaloterapia y magnetoterapia, como para anestesiarlas, imagino. Por eso ese estado letárgico. La agresividad e hiperactividad se podrĂan tratar con cocaĂna. Yo mismo ingerĂ un poco antes de venir, para calmar mis nervios. ÂżSon pacientes cataplĂ©jicas? ÂżSonámbulas?
—Cerca —respondiĂł Charcot—. El problema aquĂ, Freud , es que todo en estas mujeres está muerto a excepciĂłn del cerebro.
—¿Un caso de anestesia histĂ©rica general? SerĂa una cataplexia, entonces.
—No… están literalmente muertas, Freud. No corre sangre por su cuerpo, ni hay células vivas. Sólo el cerebro se mantiene activo, al menos hasta que se descompone por completo.
Me quedĂ© perplejo. Mire con detenimiento a las supuestas muertas vivas. Si no fuese porque tenĂan los ojos abiertos y se movĂan, bien podrĂan pasar por cadáveres. En dos de ellas se notaban los signos de una descomposiciĂłn avanzada, ya la piel cuarteada y con coloraciĂłn verdosa. Y el olor putrefacto que inundaba la habitaciĂłn era señal de que las bacterias ya habĂan comenzado a hacer su trabajo. Pero una de las mujeres, la más joven parecĂa lozana.
Charcot no era un hombre bromista, ni que gustase de tomarle el pero a la gente, pero… lo que me decĂa era extraño por demás.
—¿Están realmente muertas? —Indagué.
—TĂ©cnicamente sĂ, Freud. El corazĂłn ha dejado de funcionar. Aquellas dos murieron hace una semana, y esta hace dos dĂas. Yo mismo las vi morir en el Hospital. Pero luego las traje aquĂ, y las frotĂ© con aquello que ve allá —señalĂł un frasco de vidrio— Y volvieron a la vida, o a algo parecido a la vida.
—Charcot, ¿qué es eso? ¿Ha encontrado la forma de engañar a la muerte? ¿La vida eterna?
—Nada de eso, Freud. Es lo que tratamos de elucidar aquĂ. CĂłmo puede ser que esto suceda. Tampoco es la fuente de la vida eterna, ya que como ve estas mujeres son altamente agresivas, y no tienen más nociĂłn de la realidad que un letárgico o un sonámbulo. Parecen hipnotizadas, Âżno?
AsentĂ.
—Hace unos meses me trajeron a un hombre en este mismo estado. TardĂ© en darme cuenta que en realidad estaba muerto. Lo estudiĂ© a fondo. Pero el problema es que como las cĂ©lulas de su cuerpo han dejado de estar vivas, en Ă©l se generan todos los procesos de descomposiciĂłn de un cadáver, y terminan echándose a perder en un par de semanas. Lo extraño es que por lo general, en un cadáver normal, lo primero que se licĂşa es el cerebro, en sĂłlo algunos dĂas. Pero en este caso es lo Ăşltimo en descomponerse. Por alguna razĂłn el cerebro sigue vivo, y mientras puede comunicarse a travĂ©s de los nervios con el resto del cuerpo, lo sigue haciendo hasta que las conexiones nerviosas van desintegrándose.
Hizo una pausa, tomándose el labio inferior, como solĂa hacer en sus magnĂficas conferencias.
—Freud. Como le dije, esto lo puedo perpetuar, lo puedo reproducir en diferentes cadáveres, lo que me hizo pensar que estamos ante algĂşn tipo de histeria parecida a la cataplejĂa. Es una hiperexitabilidad neuromuscular.
—¿Pero en un muerto?
—Hace poco, gracias a Del Cueto —Lo mirĂł y el hombre saliĂł de entre las sombras—, pude leer un estudio escrito por el doctor Watson, de Londres. En Ă©l se hablaba de bacterias que mantenĂan vivo el tejido muerto. SegĂşn sus suposiciones lo hacĂan emitiendo descargas elĂ©ctricas imperceptibles. Lo que yo creo es que esas bacterias, si es que existen, lo que hacen es actuar sobre el cerebro como los microbios de la rabia que ha descubierto el gran Pasteur. Pero estas bacterias lo que hacen es sumir al cerebro en una hipnosis que modifica el tejido. Generan un desorden fĂsico en el cerebro capaz de fomentar una histeria más allá de la muerte.
—Pero usted ya ha leĂdo a Bernheim —dije—, y segĂşn Ă©l todos los fenĂłmenos del hipnotismo tienen un mismo origen, la sugestiĂłn. Son un fenĂłmeno psĂquico, no tienen como base alteraciones del tejido vivo sino que sĂłlo están en nuestra mente.
—SĂ, Freud. Acepto algunos de los postulados de Bernheim. Pero deje que le cuente un poco más de los experimentos que he realizado hasta ahora.
Era difĂcil concentrarse en lo que decĂa el maestro, ya que si bien las dos mujeres más achacadas habĂan cerrados los ojos, la más “joven” no dejaba de mirarme. ParecĂa de facciones hispanas, con mezcla árabe, con esa larga y tupida cabellera negra que parecĂa más viva que su dueña.
—Cuando leĂ el artĂculo de Watson, intentĂ© probarlo. —SiguiĂł Charcot—. CorrĂ electricidad por sus cuerpos, y logrĂ© darles más vitalidad. Incluso con cobre e imanes. Pero sĂłlo puedo excitar al cerebro. Si usted lo ve, es todo igual que un letárgico. Son insensibles, y esa laxitud… Ya no hay fenĂłmenos psĂquicos, sino que tratamos con la parte más elemental del sistema nervioso, la mĂ©dula espinal, reducida por aislamiento hipnĂłtico al mecanismo básico del reflejo. O se trata del funcionamiento automático de una parte del encĂ©falo, que ya fue estudiado por psicĂłlogos y fisiĂłlogos y ha recibido el nombre de automatismo cerebral o cerebraciĂłn inconsciente.
—Pero, Charcot. Estamos hablando de gente muerta. ¿En qué se relaciona con la sugestión de Bernheim?
—La gente no quiere morir, Freud. Cada persona que muere, sufre una fuerte sugestión traumática. En la vida común, esa sugestión no sirve de nada. Pero de algún modo, la sugestión en conjunción con estas bacterias afectan al cerebro, y lo reviven en una hipnosis severa. La agresividad sólo se da hacia personas vivas, entre los muertos vivos no se agreden.
—¿Usted quiere decir que nos agreden porque estamos vivos?
—Algo asĂ.
PensĂ© unos segundos, sintiendo la presiĂłn de los grandes ojos vivos de Charcot y los ojos muertos de la joven morocha. Mi intento de hacerme famoso con la cocaĂna habĂa fallado, aquĂ podrĂamos tener algo que nos darĂa fama mundial.
—Charcot, esto que tiene aquà puede ser muy grande. ¿No pudo devolver a estos muertos vivos a un estado de vigilia? ¿Siempre permanecen en ese estado letárgico de hipnosis?
—SĂ. No vuelven, y es sĂłlo el cerebro el que permanece vivo. Incluso… —Lo mirĂł a Del Cueto—. Ellos, los muertos vivos, buscan tambiĂ©n cerebros, vivos, o sea vivos de verdad. Por eso la agresividad, quieren atacar a los vivos y comerles el cerebro.
Mi expresiĂłn de asco y perplejidad debe haber sido marcada, porque tanto Charcot como Del Cueto sonrieron al verme. Del Cueto tomĂł la palabra.
—Con el maestro hemos experimentado, incluso, con la idea del fluido universal magnĂ©tico de Mesmer, pero nos inclinamos por una bacteria que pueda causar esto. Incluso el gran descubridor de que la hipnosis es un sueño lĂşcido, el abate FarĂa, decĂa que una extracciĂłn de sangre importante podrĂa volver sonámbulo, o sea hipnotizado, a cualquiera. O sea que esas bacterias pueden llegar a causar este estado letárgico.
MirĂ© a Charcot y este asintiĂł, aprobando lo dicho por su discĂpulo.
—Usted sabe —dije—, que yo me inclino por que la hipnosis es Ăşnicamente un estado psĂquico, sin que afecte de forma fĂsica a ninguna parte del cuerpo. Pero creo que usted ha encontrado finalmente la prueba que necesitaba para contradecir los postulados de Bernheim. Aunque en realidad no estamos seguros de que esto sea una hipnosis, tal vez esas bacterias actĂşan de otro modo. ÂżUsted llegĂł a ver a las bacterias?
—No —respondió Charcot, con sequedad—. Hemos estado llevando a cabo este estudio en el más profundo secreto con Del Cueto, nadie puede enterarse de esto, Freud.
—Pero podrĂamos ir a ver al gran Pasteur, que si bien ya está retirado, su sabidurĂa es inmensa con respecto a los microbios. Si descubriĂł una vacuna contra la rabia, podrá descubrir cĂłmo revertir este estado letárgico o hipnĂłtico de sus muertos vivos, Charcot. Esto podrĂa…
—No podemos, Freud. No puedo decidir sobre esto. El experimento me ha sido encargado por alguien, quien me trajo los primeros casos, y me pidió secreto absoluto.
En ese momento se escucharon pasos por la escalera que conducĂa al sĂłtano. EntrĂł un hombre de bigote largo y barba bien cuidada. TendrĂa unos sesenta años, como Charcot.
—¿Quién es este hombre? —dijo el recién llegado, señalándome.
Charcot se adelantĂł y apoyĂł una mano sobre mi hombro.
—Este hombre es Sigmund Freud.
El reciĂ©n llegado pareciĂł tranquilizarse. Luego me enterĂ© que habĂa leĂdo mi estudio sobre la cocaĂna, y le habĂa ayudado a dejar su adicciĂłn a la morfina.
—Charcot, esto tiene que terminar ya —dijo el hombre—. Fui elegido concejal de Amiens, y planeo tener ahora una vida tranquila, preocupándome Ăşnicamente por mi ciudad. Quiero que estos experimentos se terminen, y yo sea desvinculado por completo de ellos. No voy a ver arruinada mi carrera literaria y polĂtica por esto —señalĂł a las mujeres.
Charcot me mirĂł.
—Freud, este hombre es…
—No, nada de nombres —dijo. Sacó un revólver del bolsillo de su casaca y acto seguido se acercó a las muertas vivas y les dio un tiro en la cabeza a cada una. Las mujeres parecieron morir, por segunda vez. El hombre de bigote volvió a guardar el arma, y miró a Charcot directo a los ojos.
—La Sociedad CientĂfica Argentina me ha enviado un telegrama, Charcot. AquĂ lo tiene —se lo entregĂł en mano—. Son una serie de medidas que hay que tomar para que esta maldiciĂłn de los muertos vivos no se expanda. Demandaron que terminemos de inmediato con los experimentos.
De todo lo que sucediĂł despuĂ©s no deberĂa escribir nada, ni tampoco lo que ya he escrito. Me pidieron que guardase secreto total. Pero esto debe saberse.
El hombre que no querĂa ser nombrado era nada menos que Julio Verne, el gran escritor de los viajes extraordinarios. No pude saber cĂłmo, ni cuándo, pero Ă©l fue quien habĂa descubierto la acciĂłn de esa carne putrefacta que habĂa dentro del frasco de vidrio. AcudiĂł a Charcot para que lo ayudase a devolverle la vitalidad y le quitase la agresividad a su sobrino, que habĂa caĂdo en ese estado.
No pude saber quĂ© tenĂa que ver la Sociedad CientĂfica Argentina en todo esto, ni el contenido del telegrama, ni tampoco por quĂ© ellos podĂan hacer demandas al gran Charcot y a uno de los escritores más famosos del mundo. Pero me di cuenta que de esto no podrĂa sacar nada, ni fama, ni conocimientos. Esa sociedad argentina me habĂa quitado todo de cuajo.
Eso no fue lo peor, ya que me obligaron a bañarme desnudo allĂ mismo en el sĂłtano, y asĂ lo hicieron ellos tres tambiĂ©n. Luego llevaron los cuerpos de las tres mujeres a una caldera que habĂa al fondo del sĂłtano. Del Cueto, tuvo que limpiar todo el sĂłtano siguiendo los procedimientos antisĂ©pticos de Lister, con ácido fĂ©nico.
Charcot me pidiĂł y Verne me ordenĂł, que no hablase con nadie, ni escribiese sobre este tema, del que no lleguĂ© a comprende su magnitud hasta que, ya de vuelta en mi hogar, unos pocos dĂas luego del suceso, me llegĂł una carta con membrete de la Sociedad CientĂfica Argentina.
Iba escrita en perfecto alemán, y estaba firmada por “El Gestor de la SCA”. En ella me contaron muchos pormenores sobre los orĂgenes de esto que Charcot habĂa estado investigando. ProvenĂa de la Patagonia, y no se sabĂa a ciencia cierta quĂ© era. Por eso la sociedad argentina, al parecer, estaba tratando de investigarlo a travĂ©s de diferentes sabios mundiales. Charcot no habĂa aportado nada interesante, segĂşn me decĂan, por lo cual habĂan cerrado su investigaciĂłn.
Me decĂan que volverĂan a contactarse conmigo, pero hasta la fecha no he recibido nada de ellos más que un pedido imperioso de silencio. Tampoco creo que vuelvan a contactarse. Sin embargo quiero dejar constancia de esto que he vivido, y se lo envĂo a usted Fliess porque es mi persona de confianza en este momento. Sinceramente temo que algo pueda llegar a ocurrirme por lo que pude averiguar que ocurriĂł en Londres con Sherlock Holmes y en Arkham, en la Universidad de Miskatonic. Sinceramente suyo, Freud.
Diciembre, 1888.
FIN
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