Freud y Charcot contra los zombies

28/ 08/ 10
Charcot

Un cuento de MartĂ­n Cagliani

Martín Cagliani es un periodista científico y escritor argentino, prolífico autor y administrador de varios sitios web. Entre ellos figura Conspiración Zombie, una inspirada colección de relatos ambientados en diferentes lugares y tiempos, y protagonizados por diversos personajes históricos que de alguna manera tuvieron relación con los zombies y fueron acallados. Nos ha interesado en particular uno que protagonizan Sigmund Freud y Jean Martin Charcot, y que el Sr. Cagliani nos ha permitido amablemente reproducir. Que lo disfrutéis.

Freud y Charcot contra los zombies

A continuación se presenta un escrito inédito de Sigmund Freud sobre una investigación llevada a cabo por Jean-Martin Charcot con zombies. La fecha que figura al final del documento, diciembre de 1888, seguramente fue cuando fue escrito, pero el evento no puede haber ocurrido antes de julio de ese año, ya que aquí se habla del brote zombie del 12 de julio de 1888 en Inglaterra, relatado por John Watson, y se menciona el anterior de Estados Unidos relatado por Galning Forsker:

En la estación de París me esperaba un enviado de Charcot. Parecía de unos veintitantos años, aunque mostraba una pelada incipiente. Se presentó como doctor Julio Del Cueto, de España, otro extranjero bajo el ala del maestro Charcot.

Camino al castillo de Charcot intenté obtener algo de información extra de mi guía, pero el maestro lo había instruido para que no me diese información alguna. Él mismo quería presentarme el caso tan extraño de histeria que me había relatado en la carta.

Durante los meses que pasé estudiando con él en la Salpêtrière, hace dos años, no me pareció que Charcot fuera uno de esos a quienes asombra más lo raro que lo ordinario, y toda su orientación espiritual me llevó en aquel momento a conjeturar que él no descansa hasta haber descrito de manera correcta, y clasificado, cada fenómeno de que se ocupa.

El caso por el que me había convocado, era extraño, como él mismo lo describió, y sin duda sería importante, al grado de que me había enviado hasta el dinero para viajar de Viena a París.

El carruaje nos dejó justo en la entrada de la magnífica mansión de Charcot. Verla me trajo buenos recuerdos de aquellos tiempos de estudiante, cuando pude visitarla en una velada de sociedad. ¿Qué sería lo que me tenía preparado Charcot, que lo hacía citarme en su casa y no en el hospital?

Del Cueto me llevó por los corredores vacíos hasta el estudio de Charcot, pero él no estaba. Lo recorrí con la mirada, lo recordaba más amplio, o sería que ahora mi casa era un poco más grande que ese estudio. Mientras admiraba una extensa colección de libros de enorme tamaño, entró el maestro Charcot.

Estaba igual que como lo guardaba en mi memoria, sólo que ahora tenía unos 60 años. Era un hombre alto. Medio encorvado, pero vivaz, alegre. Seguía con ese vigor físico y lozanía de espíritu que lo caracterizaban. Tampoco lo había abandonado la larga melena sujeta detrás de las orejas, ahora totalmente cana. Iba perfectamente rasurado.

—Freud, amigo fiel. Le agradezco mucho que haya acudido a mi llamado con tanta premura —me dijo con esos labios carnosos y esas facciones tan expresivas. Nos estrechamos las manos con fuerza.

—Admito, Charcot, que lo que más me apresuró fue la curiosidad, que me carcome desde que leí su carta hace dos semanas. ¿Cuénteme qué tiene de extraordinario este caso del que me habló? —respondí en un francés oxidado.

—Más que contar, se lo voy a mostrar Freud. Sígame —dijo Charcot, pero se detuvo y dio media vuelta—. Qué modales los míos, imagino que ya se habrán presentado —Señaló a mi guía—. Del Cueto es un neurólogo excelente para su edad, hace algunos meses que está trabajando conmigo en este proyecto secreto. Lo conocí gracias a un intercambio de cartas de lo más extraño que ya le iré contando junto con los pormenores del caso.

Incliné mi cabeza hacia Del Cueto en signo de apreciación, y él me devolvió el gesto. Charcot se encaminó nuevamente, y nosotros lo seguimos. Me hizo acordar los tiempos en que paseaba tras él en el Hôpital de la Salpêtrière.

—Freud, la máxima satisfacción que un hombre puede tener es ver algo nuevo, o sea, discernirlo como nuevo. Lo que tenemos aquí es algo extrañísimo que podría traer consecuencias increíblemente benéficas para el ser humano, como también terriblemente nefastas.

Descendimos unas escaleras y entramos en un amplio sĂłtano, poco iluminado, y totalmente inmerso en un olor pĂştrido que bien podrĂ­a ser de varias ratas muertas.

—Ya ve usted —me dijo apuntando hacia delante con la mano.

Frente a nosotros había tres mujeres. Dos de edad avanzada en muy mal estado, y una tercera no tan mal, de unos veinte años. Parecían adormiladas, los ojos cerrados. Estaban inmovilizadas en brazos y piernas por anillas de cobre contra un fondo de madera. A cada lado de sus cabezas había un gran imán. Los rostros casi no se podían ver, ya que tenían la boca cubierta por una ancha faja de cuero.

—Acérquese, Freud —me dijo el maestro.

Las mujeres estarĂ­an a unos seis pasos de nosotros, hice tres y los retrocedĂ­ enseguida del susto. Las tres mujeres despertaron de su letargo y se movilizaron como si estuviesen poseĂ­das, en un estado de histeria increĂ­ble.

—¿Qué caso de histeria es este, Charcot?

—Antes de contarle lo que pude descubrir hasta ahora, me gustaría escuchar su opinión sobre lo poco que vio.

Volví a pasear la vista por las mujeres, que ahora me miraban con ojos vidriosos como quien ha pasado mucho hambre y observa una suculenta comida a través de una vidriera.

—Veo que son muy agresivas, y que las está tratando con metaloterapia y magnetoterapia, como para anestesiarlas, imagino. Por eso ese estado letárgico. La agresividad e hiperactividad se podrían tratar con cocaína. Yo mismo ingerí un poco antes de venir, para calmar mis nervios. ¿Son pacientes catapléjicas? ¿Sonámbulas?

—Cerca —respondió Charcot—. El problema aquí, Freud , es que todo en estas mujeres está muerto a excepción del cerebro.

—¿Un caso de anestesia histérica general? Sería una cataplexia, entonces.

—No… están literalmente muertas, Freud. No corre sangre por su cuerpo, ni hay células vivas. Sólo el cerebro se mantiene activo, al menos hasta que se descompone por completo.

Me quedé perplejo. Mire con detenimiento a las supuestas muertas vivas. Si no fuese porque tenían los ojos abiertos y se movían, bien podrían pasar por cadáveres. En dos de ellas se notaban los signos de una descomposición avanzada, ya la piel cuarteada y con coloración verdosa. Y el olor putrefacto que inundaba la habitación era señal de que las bacterias ya habían comenzado a hacer su trabajo. Pero una de las mujeres, la más joven parecía lozana.

Charcot no era un hombre bromista, ni que gustase de tomarle el pero a la gente, pero… lo que me decía era extraño por demás.

—¿Están realmente muertas? —Indagué.

—Técnicamente sí, Freud. El corazón ha dejado de funcionar. Aquellas dos murieron hace una semana, y esta hace dos días. Yo mismo las vi morir en el Hospital. Pero luego las traje aquí, y las froté con aquello que ve allá —señaló un frasco de vidrio— Y volvieron a la vida, o a algo parecido a la vida.

—Charcot, ¿qué es eso? ¿Ha encontrado la forma de engañar a la muerte? ¿La vida eterna?

—Nada de eso, Freud. Es lo que tratamos de elucidar aquí. Cómo puede ser que esto suceda. Tampoco es la fuente de la vida eterna, ya que como ve estas mujeres son altamente agresivas, y no tienen más noción de la realidad que un letárgico o un sonámbulo. Parecen hipnotizadas, ¿no?

AsentĂ­.

—Hace unos meses me trajeron a un hombre en este mismo estado. Tardé en darme cuenta que en realidad estaba muerto. Lo estudié a fondo. Pero el problema es que como las células de su cuerpo han dejado de estar vivas, en él se generan todos los procesos de descomposición de un cadáver, y terminan echándose a perder en un par de semanas. Lo extraño es que por lo general, en un cadáver normal, lo primero que se licúa es el cerebro, en sólo algunos días. Pero en este caso es lo último en descomponerse. Por alguna razón el cerebro sigue vivo, y mientras puede comunicarse a través de los nervios con el resto del cuerpo, lo sigue haciendo hasta que las conexiones nerviosas van desintegrándose.

Hizo una pausa, tomándose el labio inferior, como solía hacer en sus magníficas conferencias.

—Freud. Como le dije, esto lo puedo perpetuar, lo puedo reproducir en diferentes cadáveres, lo que me hizo pensar que estamos ante algún tipo de histeria parecida a la cataplejía. Es una hiperexitabilidad neuromuscular.

—¿Pero en un muerto?

—Hace poco, gracias a Del Cueto —Lo miró y el hombre salió de entre las sombras—, pude leer un estudio escrito por el doctor Watson, de Londres. En él se hablaba de bacterias que mantenían vivo el tejido muerto. Según sus suposiciones lo hacían emitiendo descargas eléctricas imperceptibles. Lo que yo creo es que esas bacterias, si es que existen, lo que hacen es actuar sobre el cerebro como los microbios de la rabia que ha descubierto el gran Pasteur. Pero estas bacterias lo que hacen es sumir al cerebro en una hipnosis que modifica el tejido. Generan un desorden físico en el cerebro capaz de fomentar una histeria más allá de la muerte.

—Pero usted ya ha leído a Bernheim —dije—, y según él todos los fenómenos del hipnotismo tienen un mismo origen, la sugestión. Son un fenómeno psíquico, no tienen como base alteraciones del tejido vivo sino que sólo están en nuestra mente.

—Sí, Freud. Acepto algunos de los postulados de Bernheim. Pero deje que le cuente un poco más de los experimentos que he realizado hasta ahora.

Era difícil concentrarse en lo que decía el maestro, ya que si bien las dos mujeres más achacadas habían cerrados los ojos, la más “joven” no dejaba de mirarme. Parecía de facciones hispanas, con mezcla árabe, con esa larga y tupida cabellera negra que parecía más viva que su dueña.

—Cuando leí el artículo de Watson, intenté probarlo. —Siguió Charcot—. Corrí electricidad por sus cuerpos, y logré darles más vitalidad. Incluso con cobre e imanes. Pero sólo puedo excitar al cerebro. Si usted lo ve, es todo igual que un letárgico. Son insensibles, y esa laxitud… Ya no hay fenómenos psíquicos, sino que tratamos con la parte más elemental del sistema nervioso, la médula espinal, reducida por aislamiento hipnótico al mecanismo básico del reflejo. O se trata del funcionamiento automático de una parte del encéfalo, que ya fue estudiado por psicólogos y fisiólogos y ha recibido el nombre de automatismo cerebral o cerebración inconsciente.

—Pero, Charcot. Estamos hablando de gente muerta. ¿En qué se relaciona con la sugestión de Bernheim?

—La gente no quiere morir, Freud. Cada persona que muere, sufre una fuerte sugestión traumática. En la vida común, esa sugestión no sirve de nada. Pero de algún modo, la sugestión en conjunción con estas bacterias afectan al cerebro, y lo reviven en una hipnosis severa. La agresividad sólo se da hacia personas vivas, entre los muertos vivos no se agreden.

—¿Usted quiere decir que nos agreden porque estamos vivos?

—Algo así.

Pensé unos segundos, sintiendo la presión de los grandes ojos vivos de Charcot y los ojos muertos de la joven morocha. Mi intento de hacerme famoso con la cocaína había fallado, aquí podríamos tener algo que nos daría fama mundial.

—Charcot, esto que tiene aquí puede ser muy grande. ¿No pudo devolver a estos muertos vivos a un estado de vigilia? ¿Siempre permanecen en ese estado letárgico de hipnosis?

—Sí. No vuelven, y es sólo el cerebro el que permanece vivo. Incluso… —Lo miró a Del Cueto—. Ellos, los muertos vivos, buscan también cerebros, vivos, o sea vivos de verdad. Por eso la agresividad, quieren atacar a los vivos y comerles el cerebro.

Mi expresiĂłn de asco y perplejidad debe haber sido marcada, porque tanto Charcot como Del Cueto sonrieron al verme. Del Cueto tomĂł la palabra.

—Con el maestro hemos experimentado, incluso, con la idea del fluido universal magnético de Mesmer, pero nos inclinamos por una bacteria que pueda causar esto. Incluso el gran descubridor de que la hipnosis es un sueño lúcido, el abate Faría, decía que una extracción de sangre importante podría volver sonámbulo, o sea hipnotizado, a cualquiera. O sea que esas bacterias pueden llegar a causar este estado letárgico.

Miré a Charcot y este asintió, aprobando lo dicho por su discípulo.

—Usted sabe —dije—, que yo me inclino por que la hipnosis es únicamente un estado psíquico, sin que afecte de forma física a ninguna parte del cuerpo. Pero creo que usted ha encontrado finalmente la prueba que necesitaba para contradecir los postulados de Bernheim. Aunque en realidad no estamos seguros de que esto sea una hipnosis, tal vez esas bacterias actúan de otro modo. ¿Usted llegó a ver a las bacterias?

—No —respondió Charcot, con sequedad—. Hemos estado llevando a cabo este estudio en el más profundo secreto con Del Cueto, nadie puede enterarse de esto, Freud.

—Pero podríamos ir a ver al gran Pasteur, que si bien ya está retirado, su sabiduría es inmensa con respecto a los microbios. Si descubrió una vacuna contra la rabia, podrá descubrir cómo revertir este estado letárgico o hipnótico de sus muertos vivos, Charcot. Esto podría…

—No podemos, Freud. No puedo decidir sobre esto. El experimento me ha sido encargado por alguien, quien me trajo los primeros casos, y me pidió secreto absoluto.

En ese momento se escucharon pasos por la escalera que conducía al sótano. Entró un hombre de bigote largo y barba bien cuidada. Tendría unos sesenta años, como Charcot.

—¿Quién es este hombre? —dijo el recién llegado, señalándome.

Charcot se adelantĂł y apoyĂł una mano sobre mi hombro.

—Este hombre es Sigmund Freud.

El recién llegado pareció tranquilizarse. Luego me enteré que había leído mi estudio sobre la cocaína, y le había ayudado a dejar su adicción a la morfina.

—Charcot, esto tiene que terminar ya —dijo el hombre—. Fui elegido concejal de Amiens, y planeo tener ahora una vida tranquila, preocupándome únicamente por mi ciudad. Quiero que estos experimentos se terminen, y yo sea desvinculado por completo de ellos. No voy a ver arruinada mi carrera literaria y política por esto —señaló a las mujeres.

Charcot me mirĂł.

—Freud, este hombre es…

—No, nada de nombres —dijo. Sacó un revólver del bolsillo de su casaca y acto seguido se acercó a las muertas vivas y les dio un tiro en la cabeza a cada una. Las mujeres parecieron morir, por segunda vez. El hombre de bigote volvió a guardar el arma, y miró a Charcot directo a los ojos.

—La Sociedad Científica Argentina me ha enviado un telegrama, Charcot. Aquí lo tiene —se lo entregó en mano—. Son una serie de medidas que hay que tomar para que esta maldición de los muertos vivos no se expanda. Demandaron que terminemos de inmediato con los experimentos.

De todo lo que sucedió después no debería escribir nada, ni tampoco lo que ya he escrito. Me pidieron que guardase secreto total. Pero esto debe saberse.

El hombre que no quería ser nombrado era nada menos que Julio Verne, el gran escritor de los viajes extraordinarios. No pude saber cómo, ni cuándo, pero él fue quien había descubierto la acción de esa carne putrefacta que había dentro del frasco de vidrio. Acudió a Charcot para que lo ayudase a devolverle la vitalidad y le quitase la agresividad a su sobrino, que había caído en ese estado.

No pude saber qué tenía que ver la Sociedad Científica Argentina en todo esto, ni el contenido del telegrama, ni tampoco por qué ellos podían hacer demandas al gran Charcot y a uno de los escritores más famosos del mundo. Pero me di cuenta que de esto no podría sacar nada, ni fama, ni conocimientos. Esa sociedad argentina me había quitado todo de cuajo.

Eso no fue lo peor, ya que me obligaron a bañarme desnudo allí mismo en el sótano, y así lo hicieron ellos tres también. Luego llevaron los cuerpos de las tres mujeres a una caldera que había al fondo del sótano. Del Cueto, tuvo que limpiar todo el sótano siguiendo los procedimientos antisépticos de Lister, con ácido fénico.

Charcot me pidió y Verne me ordenó, que no hablase con nadie, ni escribiese sobre este tema, del que no llegué a comprende su magnitud hasta que, ya de vuelta en mi hogar, unos pocos días luego del suceso, me llegó una carta con membrete de la Sociedad Científica Argentina.

Iba escrita en perfecto alemán, y estaba firmada por “El Gestor de la SCA”. En ella me contaron muchos pormenores sobre los orígenes de esto que Charcot había estado investigando. Provenía de la Patagonia, y no se sabía a ciencia cierta qué era. Por eso la sociedad argentina, al parecer, estaba tratando de investigarlo a través de diferentes sabios mundiales. Charcot no había aportado nada interesante, según me decían, por lo cual habían cerrado su investigación.

Me decían que volverían a contactarse conmigo, pero hasta la fecha no he recibido nada de ellos más que un pedido imperioso de silencio. Tampoco creo que vuelvan a contactarse. Sin embargo quiero dejar constancia de esto que he vivido, y se lo envío a usted Fliess porque es mi persona de confianza en este momento. Sinceramente temo que algo pueda llegar a ocurrirme por lo que pude averiguar que ocurrió en Londres con Sherlock Holmes y en Arkham, en la Universidad de Miskatonic. Sinceramente suyo, Freud.

Diciembre, 1888.

FIN

Puedes dejar un comentario, o un trackback de tu sitio web.

2 Respuestas a “Freud y Charcot contra los zombies”

  1. Olimpia Dice:

    August 28th, 2010 at 10:04 pm

    ¡Muy divertido!

  2. MIGUE Dice:

    September 9th, 2010 at 12:35 am

    Es inquietante,…..en la realidad, eso seria peor q una pelicula de terror..jeje

Deja un comentario